por Craig
Chalquist
Traducción de Cheryl Harleston
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Es como si al nacer
el niño tuviera un aura invisible — Michael Meade, Men and the Waters of Life Sólo considera
a qué precio vendes tu propia voluntad; —Epictetus, The Discourses He notado, principalmente entre los hombres, una tendencia a conformarse con parejas hacia quienes se sienten atraídos pero de quienes no están enamorados. Al preguntárseles al respecto, los hombres mismos a veces lo explican en términos de biología: los hombres simplemente son así, como afirman algunas mujeres. La testosterona de siempre: "jódelo o mátalo", según ha señalado Ken Wilber, entre otros. Quienes carecemos del entendimiento científico lo ponemos de manera diferente, pero llegamos al mismo lugar: "Ella era simpática, divertida...y tenía un cuerpo que no paraba. Y yo no había tenido sexo hacía tiempo..." Yo no acepto esta explicación. Creo efectivamente que las hormonas y otros factores colorean las diferencias entre los géneros. Y que la socialización desempeña un papel crucial. Y la dinámica, los valores y las creencias de la familia de origen. La religión o la rebelión en su contra. Y en algunos hombres, la mera pasividad combinada con un ego hambriento: "Ella me persiguió y me dejé atrapar. Fue bonito sentirse deseado." Pero éstos y otros análisis astutos dejan sin explicación lo que más necesita explicarse: ¿Exactamente por qué un hombre que sabe que no tiene intenciones serias hacia una mujer, que sabe que ella terminará herida y enojada, que quizás hasta sabe que ella se da cuenta de su estado mental, decide estar con ella de todos modos? ¿Y por qué algunas mujeres toman la misma decisión? Pienso que la respuesta se resume en dos palabras: heridas sexualizadas. Con pavorosa persistencia, los hombres (y las mujeres) que se conforman con relaciones sexuales no apasionadas casi siempre fueron dejados con un corazón roto por un padre inaccesible en sus primeros años. Dos siglos de psicoanálisis, relaciones de objetos, datos de investigación y experiencia clínica nos han enseñado más allá de la sombra de cualquier duda que ponemos de manifiesto aquellas heridas psicológicas con las que no hemos podido hacer las paces. Y no habremos hecho las paces con ellas hasta que hayamos vuelto a experimentar y trabajado con la plena intensidad del dolor acumulado. Podremos pensar que perdonamos y que crecemos más allá del padre alcohólico, la madre adicta a las explosiones de rabia, el padre cuya alma estaba ausente gracias a las drogas, demasiado trabajo, neurosis o indiferencia, pero ésta es una de las decepciones más comunes que tenemos con nosotros mismos. Nos ahorra, esperamos en algún nivel, el esfuerzo de clasificar y realmente eliminar el equipaje que nos dejó una niñez que fue menos que ideal, y a veces menos que amorosa. Tales heridas tempranas van acompañadas de una lógica primitiva conocida para los terapeutas como pensamiento mágico. De niños pensamos mágicamente; para una identidad en formación la distinción entre fantasía y realidad, lo que deseamos y lo que obtenemos, es un logro bastante tardío. Hiere a un niño muy pequeño —y mantén en mente que todos los niños, incluso los bebés, son exquisitamente sensibles al ambiente emocional de la familia— y la principal defensa y guardián de la cordura de ese niño se vuelve la creencia en que la herida de alguna manera puede deshacerse mágicamente. Y la manera en que la deshacemos es complaciendo a mamá o a papá, siendo mejores niños, a fin de que quien sea que haya creado la herida nos la quite y nos deje completos otra vez. Los años pasan, la familia crece, los padres cambian, las circunstancias cambian, pero la herida, desatendida, permanece. Como también permanece el pensamiento mágico que nos escuda del dolor. El dolor puede sentirse tan familiar que nos acostumbramos a él. Pero, ya de adultos, nos encontramos notando substitutos de padres (la "compulsión de repetición" de Freud) seleccionados por nuestro pensamiento mágico, compañeros con los que podamos repetir la vieja danza con la vana esperanza de que esta vez saldrá todo como debiera y nos dejará sin heridas. Nuestra sexualidad le sigue. Y decidimos obedecerle, dando diversas excusas después —"Le dije que no funcionaría pero ella me deseó de todos modos"; "Me sentía solo"; "Pensé que ella era la indicada", y demás. Obviamente esto es un comportamiento profundamente inconsciente -por ser muy temprano. Lo que es consciente es un fuerte deseo sexual hacia una mujer (u hombre) en particular con la que no obstante no deseamos casarnos. Para algunos, el amor incluso arruinaría la danza porque el resultado predecible, una pareja lastimada, satisface un deseo no reconocido de venganza hacia la figura paterna cuya inaccesibilidad abrió la herida original. (¿Suena innecesariamente dudoso? Trabaja con hombres golpeadores y aspirantes a Don Juan, si piensas que no es una dinámica común.) Aparte del conflicto y sufrimiento innecesarios que toda esta actuación les causa a ambos —y éste es el punto verdadero— sucumbir al pensamiento mágico y estar con una amante con la cual uno no tiene intenciones serias evita que nuestras viejas heridas sanen jamás. Las consecuencias van más allá de unos cuantos escozores emocionales o incluso el riesgo de enfermedad venérea o SIDA. Al quedar atorado en una vieja danza atiborras la temprana rabia no procesada, la traición, la impotencia, el miedo, el vacío, el abandono y la ansiedad básica —y al atiborrarlos los confinas a la inconsciencia, en donde se pudren. Tú te haces más viejo, pero nada cambia. Mientras tanto, a fin de cuentas tu pareja se larga, amargada por tu incapacidad para el amor o la intimidad; y tú, con tus propios estereotipos confirmados, tienes una carga fresca de desconfianza, resentimiento, futilidad y culpa ("¿Por qué siempre soy yo el malo de la película?") agregada a lo que de por sí cargas. Nada sana. Si en tal caso has practicado esta danza y estás cansado de ella, de reaccionar en lugar de actuar, entonces no atiborres las heridas durmiendo con cualquiera o mediante cualquier otra evasión autoanestesiante —que para los hombres a menudo se presenta como adicción al trabajo, alcoholismo, adicción cibernética, autoaislamiento, cuidados codependientes o adicción a la televisión. Mira hacia adentro, observa de la mejor manera posible ese agujero en tu corazón, y déjalo sangrar. Haz uso de cualquier cosa que te ayude: un diario, ejercicio, libros de autoayuda, arte, música, buena terapia, recursos espirituales, amigos comprensivos. No seas un mártir, no regreses los golpes, no sobreanalices, no te quejes, sino valida ese impulso sexual familiar sin agobiar a otra figura paterna con él, y luego abraza el dolor implícito cuando salga a la superficie -y cuenta con ello: saldrá a borbotones. Síguele el rastro para ver de dónde vino y quién te lo dejó y por qué. Siéntelo fluir a través de tu mente, tu pecho, tu cuerpo. Déjalo sangrar, déjalo sangrar. Haz esto y llegará el día en que mirarás dentro y encontrarás que el agujero se ha cerrado, el pensamiento mágico se ha silenciado, el dolor se ha desbaratado convirtiéndose en energía, y las heridas sexualizadas se han secado. Si no por la presencia de estas cosas, entonces reconocerás ese día por una ausencia: la ausencia del tipo de parejas hacia quienes solías sentirte atraído, y quienes solían sentirse atraídas por ti. Cómodo contigo mismo estando solo, quizás entonces te sientas listo para comenzar una relación que sea de verdad. |
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