por Cielo Falcón
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Tan pronto como escuché lo que sucedía en Chiapas a fines de diciembre, decidí que quería ir a Acteal. Desde principios de '94 he seguido de cerca y apoyado la causa Zapatista, así que me di a la tarea de buscar apoyos de todo tipo y especialmente económicos. Llegaron rápidamente y sugerí a varios de mis amigos colegas en EMDR1 la posibilidad de ir en equipo a trabajar. Desafortunadamente eran vacaciones, así que sólo dos terapeutas estaban listos para salir los primeros días de enero. Recibí varias cartas de colegas de Estados Unidos e Inglaterra interesados en colaborar, pero debido a cómo se sucedían los acontecimientos en el país, decidimos que sería peligroso que fueran extranjeros a esa zona de conflicto. Mi hija Mariana, de 20 años, también decidió ir conmigo , aunque en plan de "turista". El día 2 de enero llegamos a San Cristóbal de Las Casas. Aunque no nos sorprendió, sí fue impresionante sentir la fuerte presencia militar en la ciudad y sus alrededores, incluyendo una antena parabólica del Ejército como de 5 mts. de diámetro en pleno zócalo. Localizamos los dos lugares en San Cristóbal en donde existen campamentos de desplazados del municipio de Chenalhó. Aunque los pacientes más graves estaban en Tuxtla Gutiérrez, en el Hospital Civil se encontraban aún varios niños recuperándose de heridas de bala. El "Día de Reyes" se acercaba, así que nos dimos a la tarea de hacer un censo de todos los niños, tanto de los campamentos como del hospital, obteniendo edad y sexo para poder llevarles un regalito de Reyes. Nos llamó la atención cómo se nos abrían las puertas para lograr nuestro primer objetivo; aún en el Hospital, a pesar de tener "ordenes presidenciales", pudimos ver a los niños. Al día siguiente, durante mi visita a uno de los campamentos, encontré a la Madre Esther, quien es la secretaria de la Curia y colaboradora directa del obispo Samuel Ruiz. Me presenté con ella, le comenté que era psicoterapeuta y que venía especialmente para apoyar desde mi especialidad de manejo del Estrés Postraumático a los pobladores de Acteal. Me sorprendí cuando me informó que en ese momento partía con rumbo a Acteal, invitándome a ir con ellos. Inmediatamente me subí en la pickup que manejaba el padre Beto y a quien acompañaban cuatro hermanas más, así como una joven Tzeltal que iba a visitar a su mamá, ya que no había regresado desde la masacre. Después de casi dos horas de curvas, interminables convoyes del ejercito, varios retenes y la joven Tzeltal, que por no estar acostumbrada a viajar en coche fue vomitando todo el camino, finalmente llegamos. Acteal es un asentamiento ubicado a ambos lados de la carretera y dividido tanto física como ideológicamente en tres partes:
El día que llegué era la misa del Novenario. Desafortunadamente mis compañeros tenían que regresar a casa, así que continué sola. La entrada a Acteal estaba "cerrada" con un cordel, donde pedían a las personas identificarse para ser autorizados por los representantes de la comunidad. Puesto que llegué con el padre y las hermanas, tuve pase automático. El día anterior había llovido, así que recorrimos la pronunciada bajada resbalándonos en el lodo, que llegaba hasta nuestros tobillos. Más de cien indígenas esperaban. La misa empezó de inmediato; los deudos formaron un semicírculo alrededor del altar, algunos de los viudos con sus inquietos bebecitos en brazos. La ceremonia duró tres horas, y en un momento dado el padre Beto sugirió que todos bajáramos para hacer oración en las tumbas de tierra cubiertas de velas y flores marchitas, a unos cuantos metros de la improvisada techumbre que ocupábamos. Ya arrodillados en las tumbas, se hizo una oración en voz alta. La mayoría de los participantes empezó a llorar, y la escena y el sonido fueron tan dramáticos que me quedé sin aliento por un buen rato. Al terminar la ceremonia, la madre Esther me presentó a la comunidad, diciéndoles que me quería quedar, que yo curaba el dolor del corazón. Después de un rato de hablar entre ellos, preguntaron mi nombre. Cuando la madre les dijo que era Cielo, soltaron a reír y fui aceptada. Los familiares de los fallecidos, que al igual que todos los demás habitantes del lugar habían huido, después del funeral no querían irse y dejar ahí a sus muertos, pero tenían miedo de que vinieran a matarlos. Pidieron al Obispo instalar un campamento civil de observadores por la paz que los acompañara. La Organización de Derechos Humanos Fray Bartolomé De Las Casas envió un grupo de ocho jóvenes, en su mayoría extranjeros, quienes a partir del 31 de diciembre llegaron a vivir con ellos en la comunidad. Esto les permitió regresar a sus casas y sentirse un poco mejor y más seguros. También fui aceptada por el grupo de voluntarios, con quienes compartí alimentos, preocupaciones y alegrías por el resto del mes. El día que llegué nos dieron por habitación la "ermita", que es el lugar en donde oraban cuando se iniciara la balacera el día 22. La ermita es una construcción rectangular de madera, con las tablas separadas entre sí. Se podían ver los orificios que dejaron las balas en su trayectoria, así como los agujeros en el techo de asbesto. El promotor de salud de la comunidad, quien también había muerto, dejó en la enfermería varias cajas de medicamentos. Al levantarme temprano el primer día, encontré a varias madres con sus bebés enfermos en brazos. Como durante días era yo lo más acercado a un médico en la zona, empecé a buscar entre las cajas medicamentos que yo conociera y que fueran apropiados. Por lo pronto hubo que bajar la temperatura con medios físicos. Un par de días después, tras solicitarla a varias personas que subían a visitar, recibí una caja de Tempra pediátrico. ¡Fue un alivio! Diez días después ya había cajas y más cajas de medicamentos por doquier, pero el asunto se tornó más complicado, pues además de atender a los pacientes, nos costaba muchísimo tiempo separar los medicamentos y casi la mitad estaban caducos. No obstante, pude ayudar con las condiciones básicas como fiebre, diarrea, vómito, tos y gripes que casi todos los niños sufren de manera crónica. Además, casi todos los pobladores tienen un tono amarillento en la piel. Todos los días sucedían eventos importantes y difíciles que no permitían que la población pudiera recuperar un ritmo de vida "normal". Un día llegaban policías con 20 perros adiestrados asustando a todos, aunque nunca supimos qué buscaban. Después las investigaciones de la PGR3: cada día llegaban entre tres y cinco vans o pickups nuevas, la mayoría sin placas, a realizar su trabajo. Durante ese tiempo los campamentistas y yo hacíamos guardias diurnas para hacer presencia en una casetita sobre la carretera, mientras los "ejércitos" pasaban constantemente, apuntándonos con sus ametralladoras y/o con sus cámaras. En un día normal contamos 35 camiones del Ejército en una hora. Paralelamente a estos acontecimientos, se iniciaron las conversaciones con las personas que hablan español, aproximadamente 20% de la población. Empezaron a platicarme de sus vidas y sus trágicas historias, lo cual me permitió poder comenzar a tener sesiones formales de terapia en mi segunda semana de estancia. Algunos sólo venían a platicar un rato y se iban, y no fue sino hasta mi tercera semana en Acteal que las mujeres me buscaron. En ocasiones había traductores y cuando no, ellos hablaban sin que yo entendiera las palabras, pero sí entendía el dolor. También hacía trabajo de energía, tocando sus hombros mientras lloraban. Los niños tienen mucho miedo de ser tocados por gente extraña. Con ellos, cuando el tiempo lo permitía, extendíamos pliegos de papel en el piso para que dibujaran. Aunque las causas de miedo intenso siguen presentes, pude trabajar con metas específicas que ojalá no vuelvan a suceder, como con la gente que tuvo que buscar a sus seres queridos entre todas las bolsas negras de plástico, o algunos sobrevivientes que se salvaron gracias a quedar enterrados bajo los cadáveres. Todos los días había visitantes, la mayoría periodistas nacionales y extranjeros. Estos últimos hacían su trabajo en la mayor parte con sensibilidad y respeto al dolor de los indígenas, algo que no se puede decir de los nacionales más que excepcionalmente, quienes buscando el mejor ángulo violaban materialmente los espacios vitales de los dolientes. Lo mismo sucedía con las visitas de los políticos y no tan políticos, que volteaban hacia la cámara en el momento de entregar un kilo de arroz, o que después de secarse los ojos les pasaban la cámara a sus amigos para salir en la foto. Allá no hay agua potable, así que usábamos el agua que se juntaba de las filtraciones de montaña arriba. Tampoco hay maestros, pues se fueron desde que llegó el Ejército. Para la segunda semana mi hija Mariana había terminado su quehacer turístico y después de visitarme en varias ocasiones en la comunidad, pidió autorización a los representantes para quedarse en el campamento. Fue aceptada de inmediato. Después le ofrecieron formalmente que se quedara como maestra, ya que los niños quieren aprender Español y no hay quien les enseñe. Tengo varias escenas que quiero compartir:
Así como estas escenas, hay muchas otras más que me acompañarán el resto de la vida. ¿Terapia...? ¡Claro que la necesito! Y ya empecé. Dejar Acteal no fue fácil y regresar a mi vida es mas difícil aún. De cualquier forma, me siento muy agradecida de haber podido estar esos días con mis hermanos de Acteal. Desde aquí sólo hay tres cosas que puedo hacer:
En varias ocasiones he tenido la suerte de oír, especialmente de mis hijos y de mi compañero, la frase "gracias por existir, sólo por estar aquí conmigo". En esas ocasiones me sentía muy bien de oír esas palabras, pero fue hasta Acteal que pude sentir y vivir su verdadero significado. Cielo Falcón
Notas:
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